miércoles, 9 de agosto de 2017

Por el cañón del río Homino en el páramo de Masa

 La hondonada donde comienza el cañón del río Homino. A la izquierda la localidad de Hontomín.

Finales de mayo. Una mañana de cielo azul, calor y alguna brisa esporádica. Me acerco hasta Hontomín, situado en el páramo de Masa.
El río Hontomín, cuyo cañón voy a recorrer, se nutre de dos manantiales subterráneos de este páramo, y de la nieve y precipitaciones que se producen en él. A través de campos de cereal llega hasta Hontomín.
A la salida del pueblo, comienza el cañón, que lo precipita hasta tierras de La Bureba, formando valles. Termina vertiendo al río Oca, que atraviesa los Montes Obarenes, para desembocar en el Ebro que lo conducirá hasta el Mediterráneo.

 El lavadero, donde comienza la ruta, y algunos instrumentos de labranza.



Un salto de agua se vislumbra entre la vegetación que defiende el trazado del río

Hontomín es una pequeña localidad que puede presumir de que en ella pasó una noche el emperador Carlos V camino de su retiro en Yuste.
Antes de descender hasta el cañón, por un camino que la maleza amenaza con volver impracticable, me detengo en un mirador desde el que se contempla todo el cañón.
Los cañones son valles fluviales largos, profundos, más bien estrechos y bordeados por taludes escarpados. El primer requisito para su formación es que la corriente fluvial sea rápida. Cuanto más rápida, mayor será la carga de rocas, piedras y otros elementos y, en consecuencia, mayor el desgaste del lecho fluvial. Los desniveles del terreno contribuyen a la aceleración de las aguas.

 Un puente de madera salva el cauce

A lo largo de varios kilómetros se atraviesa un paraje muy frondoso de ribera: chopos, álamos, sauces;  fresnos y alisos; avellanos y olmos; arces y espinos… Es admirable cómo la naturaleza protege sus cauces de agua, llenándolos de vegetación, escondiéndolos en muchas ocasiones.
Qué contraste con los destrozos de todo tipo ocasionados por los humanos en los ríos. Con su listeza, que esconde tanta estupidez, le está costando mucho al ser humano aprender la lección de la naturaleza. Tal ver cuando termine de asimilarla ya será demasiado tarde.




La iglesia de Hontomín desde el ábside

La ruta abandona luego el cauce para retomar altura. La vegetación disminuye, aunque aparecen campos de cultivo y robledales. Volvemos a cruzar más adelante el Homino, mediante un puente de madera y continuamos el ascenso.
El paisaje poco a poco se vuelve áspero, la tierra arcillosa con esa tonalidad rojiza. Tenemos buenas vistas sobre campos y ondulaciones boscosas.
El calor aprieta y el último tramo, más árido y desarbolado, se me hace un poco largo. De vuelta en Hontomín, aunque cansado, decido recorrer los 800 metros que me separan del lugar donde nace el río.


Atravieso la carretera y, tras unos metros por un camino, me desvío a la izquierda por una senda. Hay varios carteles informativo, pero la senda está medio invadida por la maleza.
El paraje también está cubierto de vegetación y no se ve gran cosa. Han instalado varios bancos y alguna mesa, a la sombra de los chopos, pero la maleza lo ha invadido todo y apenas se puede circular.


Sentado en uno de los bancos, a la sombra, como algo mientras escucho las piadas de los pajarillos y observo el reposo de los campos alrededor.