viernes, 18 de marzo de 2016

El valle del Baztán, desde el Eskitz, con murmullo de agua y nieve

Estoy un poco desentrenado tras varias semanas sin salir debido al mal tiempo, pero me lo tomo con calma, como de costumbre. Qué ganas tenía de respirar un poco, de andar por estas soledades, de escuchar el silencio de la montaña.

Pese a que ya son las once de la mañana, aún hace frío cuando abandono el coche. Estoy en un alto próximo a Elizondo, en un bonito merendero con viejos robles y prados donde pastan caballos. En cuanto me interno en el hayedo, por cuyo interior caminaré durante más de una hora, siempre en ligero ascenso, descubro que hay restos de nieve por todas partes. Y donde no hay nieve el suelo permanece encharcado. Hoy voy a verificar la calidad de mis botas. Hasta ahora las he mimado bastante.


Tras las últimas nevadas el deshielo provoca que el monte se escurra por todas partes, hasta por el propio camino. El agua, la discreta sinfonía del agua, la escucho con placer durante toda la mañana. Un arroyo que desciende en paralelo a la senda por la que subo, pone un rumor permanente y orgulloso. Pero en esta tierra el agua está en todas partes: en los caminos anegados, en los grandes charcos, en los hilos de agua que se deslizan monte abajo, en fuentes improvisadas, en los meandros que atraviesan la pista y se deslizan bosque abajo, en la nieve que se derrite.


Estas circunstancias ambientales provocan que deba prestarle mucha atención al camino. De vez en cuando se escucha el grito de un cuervo. Los cuervos, esos airados contestatarios, siempre parecen enojados y admonitorios.





A medida que asciendo la nieve se hace más densa. En algunos tramos aparecen huellas de animales. Caminar sobre la nieve aún es más cansado que hacerlo sobre la arena. Es algo con lo que no contaba. Como de costumbre por estas tierras norteñas todo resulta más duro de lo previsto: los desniveles, las subidas y bajadas, la dificultad de la nieve, los rojos caminos embarrados. Sin embargo, las piedras, que siempre incordian, hoy son un punto de sujeción.

En un pequeño claro aparece un viejo caserío abandonado. Es muy hermoso y aún mantiene toda su estructura en pie. Seguramente continuará utilizándose para cobijar al ganado. Un caserío abandonado siempre me produce melancolía. Este ni siquiera tiene una pista cerca. Sólo el viejo camino de piedras. Sus moradores tendrían que caminar dos o tres horas para llegar al pueblo más cercano. Qué dura debió ser la vida aquí, a setecientos metros de altura y en mitad del bosque.


Cuando alcanzo el collado la nieve se vuelve omnipresente. Hasta ahora he venido siguiendo el GR-11, que es la gran senda que atraviesa los Pirineos por su vertiente sur. En una encrucijada lo abandono para dirigirme hasta el Eskitz. Ahora cada paso que doy es sobre nieve virgen. Las botas se hunden hasta la canilla. En muchos puntos el camino desaparece.






















Si miro hacia atrás, hacia el norte , el cielo aparece un poco hosco. ¿Será capaz de romper su tregua de hoy? Pero no, afortunadamente. Incluso disfruto de algún rato de sol. Me detengo un rato a descansar, apoyado en una gran roca y aprovecho para aplicarme  crema protectora para evitar llegar a casa escalfado entre el sol y la reverberación de la nieve. Cuando termine la excursión agradeceré el gesto porque, sin apenas darme cuenta, he estado a punto de quemarme.

¿Qué hará ese minúsculo insecto, esa hormiga con alas, ese punto negro en la inmensidad de la nieve? ¿No está aterido? ¿No cree que esta nieve es el fin del mundo? Hay varios como él. Una vez que caen parecen tener dificultades para remontar el vuelo pero al final simpre lo consiguen. Cómo se agarra la vida en estos seres minúsculos. Sin duda son mucho más resistentes de lo que indica su frágil apariencia.


Desde la cima del Eskitz hay una preciosa panorámica del Valle del Baztán. Creo que es la primera vez que lo veo en toda su dimensión geográfica. Un poco a la izquierda tengo la impresionante envergadura del monte Auza, el más alto de la región, ahora cubierto de un manto blanco, como el resto de las cumbres que conforman el valle. Tres o cuatro pueblos aparecen desparramados a mis pies. Debieron ser más bellos aún, hace algunas décadas, cuando no había tantas casas, ni tantas instalaciones variopintas, ni tantas carreteras. La piedra roja del Bazán todo lo ennoblece.


He almorzado sentado en una roca, contemplando el panorama. Cuando termino reanudo el camino. Aún me queda otro pequeño ascenso antes de encarar la bajada que me conducirá al punto de partida. Hasta llegar al promontorio y cambiar la orientación de la ladera la nieve acumulada no da tregua. Luego, cuesta abajo, todo cambia y uno anda más alegre. Ahora camino a la vista del Legate. Tras una borda de la que sólo quedan los cimientos, y que está rodeada de unos viejos robles, veo una docena de pottokas. Las estaba echando de menos. Pastan en un prado libre de nieve. Siempre mansas y tranquilas, casi indiferentes.


Los últimos kilómetros discurren por una carretera estrecha y sinuosa por la que no circula vehículo alguno. Los arroyos improvisados se pierden en meandros por el bosque. Dejo atrás algunas casas aislada. Cuando llego al merendero me entretengo con unas pottokas enanas, peludas y nerviosas, muy tímidas que apenas consigo fotografiar. Llegar al coche es como volver a casa, pero aún me espera una hora de carretera. Me la tomo con calma. Es una carretera peligrosa. A ver si algún día se deciden a poner un poco de orden con tanto camión y tanto exceso de velocidad.