Termino
con esta cita la serie sobre la novela Las benévolas, de J. Littell. He
procurado, para acompañar a los textos, incluir imágenes no explícitas pero que
tampoco desvirtúen las ideas que aquí se han expuesto. Creo que las imágenes
requieren un tratamiento cuidadoso para no avasallar al posible lector, asunto
que encuentro muy desagradable y poco respetuoso.
“Hablé de
ellos con Hoss, quien me aformó que, pese a todas las prohibiciones y
precauciones, los presos seguían teniendo actividad sexual, no sólo los kapos con sus pipel o las lesbianas entre sí, sino hombres y mujeres; los hombres
sobornaban a los guardianes para que les trajeran a su amante, o se colaban en
el Frauenlager con un Kommando de trabajo, y se arriesgaban a la muerte por una
conmoción veloz, por un roce de dos pelvis descarnadas, por un breve contacto
de dos cuerpos afeitados y piojosos. Me impresionó mucho aquel erotismo
imposible, abocado a morir aplastado bajos las botas de clavos de los guardias,
la cara opuesta, en su desesperanza, del erotismo libre, solar y transgresor de
los ricos, pero también, quizá, su verdad oculta, que deja constancia solapada
y tenazmente de que todo amor verdadero se orienta de forma inevitable a la
muerte y, en su deseo, no tiene en cuanta la miseria de los cuerpos. Pues el
hombre tomó en bruto, sin aderezos, los hechos que recibe toda criatura sexuada
y construyó con ellos una imaginería
ilimitada, turbia y honda, el erotismo, que, más que cualquier otra
cosa, lo diferencia de los animales, y otro tanto hizo con la idea de la
muerte, aunque, curiosamente, esa imaginería no tiene nombre (a lo mejor podríamos
llamarla tanatismo): y son esas
imaginerías, esos juegos de obsesiones mil veces rumiadas, y no la cosa en sí,
lo que se convierte en el motor desenfrenado de nuestra propia sed de vida, de
conocimiento, de descuartizamiento del propio ser.”
Jonathan
Littell, Las benévolas