Azorín, París bombardeado, Biblioteca Nueva, 84 p., 7 eurosEn la estación de Hendaya, al atravesar su zaguán, he visto a la viejecita enlutada a quien tantos libros y periódicos he comprado durante muchos veranos. Echo un vistazo a su pequeña librería, y luego, como en volandas, vertiginosamente, un magnífico automóvil me lleva a un hotel de la playa de Hendaya. Estoy sentado en una mesita, frente al mar. Es la una de la tarde. Allá en la lejanía del horizonte se divisa casi impreceptiblemente el humo de un barco que cruza. La comida es delicada y suculenta. Sólo a los postres y a la hora del café he notado la falta de azúcar y de golosinas azucaradas. Tras la comida, en el vasto y claro vestíbulo del hotel, dormito un momento sentado en un ligero sillón de mimbres. El silencio es perfecto, maravilloso: maravilloso como el silencio de que Cervantes habla en varios pasajes de sus libros. Ni servidores ni huéspedes hablan en voz alta, ni mueven violentamente los muebles, ni dejan caer estrepitosamente objetos. La sensación de quietud y sedancia es admirable. Por los anchos ventanales se columbra la inmensidad azul del mar.
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